A menudo siento que el mar que miro
es siempre distinto mar.
Que las olas que llegan como cartas
del horizonte
son las líquidas emociones
de alguien que, como yo, observa
desde el otro lado
esperando que el agua disuelva
con su sal
el torbellino de ira,
la pena, la amargura,
la euforia desmedida de este mundo
de sombras grises y amarillas.
Cuando las gaviotas se arremolinan sobre el plato
tremulante de reflejos
pienso en los cuerpos muertos
de los que venían vivos en cada patera
y en los que, como Alfonsina,
se dejaron tragar por la playa
como último acto de redención.
Imagino que los marítimos pájaros
cantan y bailan para todos ellos.
Imagino a la niña que fui y sobrevive
(nadie sabe cómo)
en la misma playa, que es otra
con los mismos dolores, que son otros
y sin embargo son iguales.
En cada castillo que construyó
dejó sueños sembrados por las almenas
y ellos también sobreviven
(contra todos los pronósticos)
a la corrosión del salitre
y al desgaste del viento y de la arena.
Desde aquella atalaya desnuda
me saludo como saludan las niñas
a los barcos y a los aviones:
esperando que las vean.
Y me veo
y parpadean todas mis luces.
Y así, todo lo que yo traía,
si es que me quedaba algo,
lo veo reventar contra las rocas
y transformarse
en efímeros encajes blancos
y el sol cayendo
me va desvistiendo el resto,
el eco, la resaca pegajosa,
los jirones del alma que ya no me sirven.
Así es como el mar me sana.
Rocío de Rolanda
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