Los dedos pegados a la pantalla
tejen la huida del vacío existencial.
La gente cree que el hipocampo es un campo de hipopótamos
y tiene hijos para intentar escapar del miedo a la vejez
y a la decrepitud.
Una fiesta de muertos en la sala de los espejos
es el palacio del mundo.
Anestesia.
Salir a beber para soportar el peso de una vida pensada,
criticar a quien tuvo la valentía de abrirse en canal
y atravesar el llanto primero;
Fumar mientras envidias a quien tiene la insensata voluntad
de amarse en este campo de minas del entretenimiento enlatado.
Comprar, comprar, comprar
con la misma fe con la que implorábamos la lluvia en las cavernas,
evitando con frenéticos golpes de tarjeta afrontar la única certeza;
Comer sin medida o contar calorías, carbohidratos y proteínas
con la obsesión del usurero que levanta pesas pero no la mirada.
Anestesia.
El dolor es una burbuja que no existe
y entre planes y actividades y maratones de series
visten de novia a la soledad.
La red por defecto es una rave
y el afecto, una flor disociada en un camión frigorífico.
Ludópatas del teclado, prisioneros del mañana,
hemos olvidado como se sueñan los deseos
y ya solo se anhela la pesadilla del prójimo.
En el próximo autobús de la autovía del cortisol
se te escapa la fe que nunca te tuvieron.
Anestesia.
Todas las violencias que tragas sin rechistar
son monetizadas por una farmacéutica
y solo se te ocurre reformar la casa
por si con las nuevas ventanas dejas de aborrecer a tu pareja.
Ya nadie puede describirle a un sordo el sonido del mar
porque no sabemos escucharlo;
Nadie canta en la noche con los grillos a las rebeldes y a los locos
y se ven columnas vertebrales como arcos de medio punto.
Anestesia.
Por silenciar el sufrimiento evitas tu vida,
que te espera en dirección contraria.
Rocío de Rolanda
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